La bolsa se hunde en la taza como un cadáver aromático, y como un humo (como una sangre brotando) el té comienza a extenderse en el agua. Por unos minutos, Antonio deja que los taninos hagan su labor alquímica, y observa con curiosidad el cambio de tonalidad del té cuando deja caer la rebanada de limón hasta el fondo de la taza. El enorme tomo de Hobsbawm reposa sobre la mesa, a la espera de una lectura que Antonio disfrutaría hacer pacíficamente, sin la presión de la tesina en la espalda. Ya es el cuarto año de esta rutina que siempre acaba en una lectura intermitente y una calificación suficiente, con la sonrisa del profesor Maturana recibiendo los folios mientras dice algo como ‘no esperaba otra cosa de usted’, que al final es lo mismo que decir nada. Hoy está solo en casa, y piensa que hubiera sido entretenido que Julio o Puga se hubiesen quedado, en lugar de hacer el rutinario viaje a casa de sus padres, a esas casas en que los reciben con comida de verdad y camas de verdad, en vez de sopas instantáneas y colchones en el piso, a esas casas en que posponen la libertad por una sensación que hermana el amor filial y el tedio, a esa casa de su madre a la que él también viajaría si no quedara tan endemoniadamente lejos. Al final se resigna y empieza a leer el libro sentado de piernas cruzadas como un monje budista, y sus ojos pasan despacio por la posesión británica de la india, por el oximorónico nacimiento del comunismo en el seno de la burguesía europea, y por la insurrección de los Taiping en China, las letras se difuminan a medida que avanza la colonización de Norteamérica y sucede la matanza que pone fin a la Comuna de París, y a ratos se decide a tipear una que otra frase en el archivo tesinasdf.doc con la vista seminublada por el cansancio. En el momento en que el consumo de té per cápita en Inglaterra asciende de casi medio kilo a dos kilos y medio en sólo treinta años, Antonio nota que no se especifica si este consumo es anual o diario, y se entrega a la hipótesis de que los ingleses de mediados del siglo XIX tomaran tazas enormes de té todas las tardes, unas tazas pesadísimas, que las ancianas con peluca no podrían levantar ni en grupo, o los imagina cocinando con té, o dándose duchas de té, y ríe atolondradamente con esta idea hasta dormirse. Cuando amanece, Antonio se halla a sí mismo durmiendo en la alfombra, con la luz encendida y una taza de té helado derramado en el suelo, una taza a la que no le dio más de un sorbo y que ahora forma un pequeño riachuelo hasta las más de mil páginas de la Tetralogía de Eric Hobsbawm, flamante adquisición de la biblioteca de estudios históricos de la Universidad de Camemoro, convertidas ahora en un ladrillo blando y amarillento lleno de palabras.
Ahora viene la etapa que conocemos como pánico del estudiante. Este estado anímico puede producirse por varios factores que van desde el no encontrar la sala el primer día de clases, que desemboca en el pánico en su grado más bajo, hasta el despertar una hora después de la defensa de la tesis, llevando el pánico a su grado máximo. Antonio está en un sector indefinido del pánico, se ha convertido en un punto que conejea por todos los rincones del pánico, Antonio es el pánico mientras deambula por todas las habitaciones en busca de un secador de pelo o un puñado de sal gruesa, hasta que se decide a dejar el libro secando al sol mientras encuentra algo más que hacer.
Buscando en internet descubre dos cosas: una, que el precio del libro es inabordable, y dos, que queda un solo ejemplar en todo Camemoro. Es entonces cuando comienza a tantear la idea del robo. Ariadna es una pequeña librería en el extrarradio de la ciudad, atendida por un anciano que alguna vez fue poeta oficial, de esos de boina y vino de honor, y por su nieto, un informático alejado de cualquier tipo de poesía, quien se encargó de hacer el catálogo en línea de toda la tienda. Ahí, en algún lugar, debía estar la mentada Tetralogía. Antonio se imaginó despiadado, entrando a la tienda como un cliente más, acercándose sigilosamente a la caja, blandiendo una navaja en el cuello del anciano, amenazando al asustado nieto, saliendo raudo con el libro en el morral, y algo de dinero, quién sabe. Podía ser una buena idea, nadie tendría que salir herido si cooperasen. El nieto tendría que ser un imbécil para abalanzarse sobre él, es tan fácil cortar un cuello, y tan difícil sacar la sangre de los libros. De pronto, Antonio se fija en los arreboles que manchan las paredes del living, y se da cuenta de que se ha pasado la tarde entera pensando tonterías, que el libro ya ha de estar seco, benditos sean el sol y el viento.
Antonio abre la puerta de la cocina, y el libro está tal como lo dejó, abierto sobre un banco en mitad del patio. La luz del crepúsculo le da a la escena un aura como de película grabada en ocho milímetros, de celuloide a punto de quemarse, y podemos ver a Antonio acercarse al libro y tomarlo como en cámara lenta. Entonces levanta la Tetralogía a la altura de su cabeza y la examina detalladamente, la cubierta está bien, podría limpiarla si se lo propusiera, y el lomo está prácticamente intacto, sin embargo, cuando trata de despegar las páginas, piensa que será mejor encargar el libro por internet, o pagarlo en la universidad con el dinero tiene en el morral, pues la sangre ya está seca y así es aún más difícil sacarla de los libros.
Matías Muñoz Carreño
Santiago de Chile, 2014