domingo, 14 de febrero de 2010

Terminal

Max estaba contento de, por lo menos, haber durado mas de lo que duró su padre. Quién hacía treinta años falleció en una sala fría del mismo hospital que ahora cobija su calidad de "Terminal".
Max aprendió a no temerle a la muerte, siempre se tomó éste momento con toda la tranquilidad del mundo, a pesar de haber sido diagnosticado con esa maldita enfermedad que se llevó también a su padre y su abuelo.
Mientras miraba el techo mal pintado de la "sala de desahuciados" se puso a escarbar en sus recuerdos, cada día le costaba mas el simple hecho de recordar; y no encontró nada mejor que acordarse de ella.
Cecilia fue el gran amor de su vida, el único.
La conoció un otoño de esos fríos, en medio de la niebla de marzo.
Estuvieron unidos todo el resto de sus vidas, hasta el triste y sorpresivo día de la muerte de ella. Ahí Max, terminó por quedarse solo.

En avanzadas horas de la tarde Max sintió un malestar en su pecho. -Ya es hora.-Pensó.
Estaba acompañado únicamente por el Doctor en la sala del hospital. Y no se molestó siquiera en avisarle del malestar. Prefirió aguardar en silencio.
Un par de minutos después vino otra punzada, más fuerte que la anterior. Ahora sí vendría lo que esperaba.
Tenía los ojos cerrados. De pronto sintió un frío enorme y un hormigueo en todo su cuerpo. Un pitido en sus oídos acompaño la extraña sensacion. Era la máquina que medía su pulso. El Doctor se levantó de inmediato de su silla.
Había llegado por fin: El instante donde todo se acaba.

Eso pensó Max. Es más, así debía ser. Sin embargo, la mayoría de las cosas en ésta vida no tienen una explicación coherente. Ahora paso a narrar lo que sucedió inmediatamente después aquella tarde en el hospital:

Max escuchó el pitido que señalaba que su corazón había dejado de latir. Y se sintió tranquilo. Escuchó además otro ruido, una pequeña carcajada. Pensó en la extrañeza de la situación. Ciertamente, y lo que hacía mas rara aún esta situación era el hecho de que la pequeña carcajada comenzó a amplificarse y terminó como una risa burlona.
-Esto no tiene sentido.-Pensó. Y entreabrió un ojo.
El Doctor estaba con un ataque de risa. Lo vio apretándose el estómago como si se le fuera a salir en cualquier momento. Y Max le dijo enojado:
-¿De qué se ríe, Señor? ¿No ve que estoy muerto?-
El Doctor, sin dejar la risa de lado le contestó:
-Lo siento, Don Max, suelo reírme de estas situaciones. Si hubiese visto su cara.-Y continuó riendo.
-¿Se ríe de la muerte?-Preguntó Max, indignado.
La risa del Doctor cobró más fuerza.
-Insisto con las disculpas, Don Max, pero no soy yo quién debe darle las respectivas explicaciones.
El Doctor dejó la habitación aún riendo. Y Max, que siempre había tomado todo con calma durante su vida, no supo como llamar esta nueva sensacion. La intranquilidad lo tenía embriagado.
Comenzó a moverse, el pitido insistía en su deceso. Pero él, lo último que sentía era el estar muerto. Es más, tenía en ese instante una vitalidad que aumentaba al igual que sus dudas.
Se incorporó en la cama y no supo que esperar, sin embargo lo hizo.
De repente vio la puerta abrirse. Entró un anciano a la sala, vestido con un esmoquin negro y un maletín café en la mano izquierda.
La cara se le hacía conocida, sus memorias comenzaron a revolotear rápido en su cabeza, no le costó nada recordar. Era su padre.
Se levantó de un salto de la cama y corrió a abrazarlo como un niño.
-¿Qué está pasando, Papá?- Preguntó Max, con un cóctel de emociones agitando su pecho.
-Tranquilo muchacho- Dijo su padre.-Tengo tantas cosas que explicarte.
-No entiendo nada -Dudó un poco antes de seguir-¿Estamos muertos?
-No, Max, ya entenderás todo. Debo llevarte donde los otros.
Su padre abrió el maletín y sacó otro esmoquin negro.
-Póntelo, muchacho, debemos irnos luego.
Max hizo lo que su padre decía. Nunca en sus 76 años se había visto tan bien vestido.
-Vamos entonces.- Dijo Max.
Salieron por la única puerta que tenía la sala. Se toparon en el pasillo con el Doctor, venía con una camilla con lo que parecía ser una persona envuelta en una sábana.
-Aquí llevo el replicante de Max, Don Luis.- Dijo sonriente el Doctor.
-Listo, Doctor, gracias por todo.- El padre de Max se despidió con un sutíl movimiento de cabeza.
Mientras subían por las escaleras de emergencia, en la cabeza de Max seguían brotando preguntas, pero prefirió callar y esperar.
Su padre abrió la puerta en que desembocaban las escaleras con una llave que llevaba colgada al cuello.
-Apúrate Max, debemos coger un vuelo.- Le dijo a su hijo, al que le faltaban un par de escalones para llegar arriba.
Había un helicóptero encendido en la azotea del hospital.
-Cecilia está loca por verte.- Dijo su padre sonriendo, mientras el viento revolvía los cabellos blancos de Max.
Max sintió como si un balde de agua fría le hubiese caído encima. Y por primera vez tuvo miedo de que su vida fuese a acabar en cualquier momento.
Pero lo que Max no sabía era que acababa de pasar por El instante donde todo comienza. Y su vida, estaba recién empezando.