miércoles, 29 de febrero de 2012

Charco

    El viento abre una ventana y la garúa comienza a depositarse en el suelo del comedor. Gota a gota, las pequeñas perlas de agua forman un charco que se adivina viscoso, mas no hay nadie en casa para comprobarlo. El gato, único testigo de los fantasmas del agua, yace ovillado en una silla a pocos metros del suceso, mira de reojo y vuelve al sueño, cual si aquí no ha pasado nada. Entonces se cae la primera carta del castillo. En sentido figurado, obviamente, decíamos ya que no hay nadie con pulgares en casa que se de el tiempo de armar torres de naipes. Recapitulemos, se abre la ventana, la garúa forma un charco aparentemente viscoso, una mosca entra a casa buscando refugio, el gato duerme. Si hay un dios, está mirando esta escena con indiferencia, como quien mira un cuadro que no entiende con una cocacola en la mano. Por lo tanto, dios, si es, no vale.
    Bien, la mosca entra a casa, portadora de su ínfimo zumbido. Da unas vueltas para inspeccionar el terreno, planea sobre la mesa y se posa perfecta en el borde de un vaso, estemos seguros de que si esta mosca pudiera sonreír lo haría ahora sin tapujos, aterrizaje perfecto, diez puntos. Mientras, en el gato la indiferencia se va al exilio, observa curioso al punto volante, se despereza estirándose, bandoneón angora. Aquí hablamos de instintos, de viejas pulsiones de felinos e insectos, hablamos de la renombrada y refranesca curiosidad gatuna, hablamos de las lecciones de vuelo que algún misterioso profesor interno le dio a la mosca entre su paso de pupa a imago. Las cosas suceden como debían, el gato salta a la mesa, la mosca vuela, el vaso cae al suelo. Castillo de naipes, habíamos dicho. Mas esto no termina acá, si tomáramos fotografías de lo que sucede a continuación, veríamos tanto al gato en el aire, que dudaríamos de su condición de pequeño animal terrestre. Y a la mosca esquivándolo con tanta gracia, que olvidaríamos nuestros prejuicios higiénicos para con las de su especie. Si nos alejáramos del detalle, y tomáramos un plano general de la habitación, veríamos que la garúa se detuvo, que el vaso cayó justo sobre el charco que suponemos viscoso, y que el gato no piensa rendirse. Pero dejemos la cámara de lado, si observamos la manera en que la mosca se para en la ventana abierta, bien podríamos llegar a pensar que le tiende una trampa al gato, que no se ha pasado todos estos millones de años en la tierra sobrevolando mierda. No sabemos hasta qué punto alcanza a intuir esto el gato, y no alcanzaremos a saberlo, hay llave en la cerradura.
    M. entra a casa, primero los pies, luego el resto del cuerpo, pulgares incluidos. Cuelga la chaqueta y camina al comedor con el periódico en la mano. Ventana abierta, gato sobre la mesa, un vaso con su contenido derramado en el suelo. M. cierra la ventana mientras una mosca vuela libre de garúa y gato hacia afuera. Saca al gato con un golpe de periódico, gato malo. Levanta el vaso del suelo y lo deja sobre la mesa. Extraño líquido éste, parece viscoso. No quiere averiguarlo, le tira el periódico encima. Sin leerlo, qué lástima.

martes, 28 de febrero de 2012

Una excusa


                 Hoy murió un hombre, desconozco donde y cómo, mas esas son coordenadas innecesarias si lo pensamos bien. Lo conocí poco, y sin embargo siempre se dedicó a darme consejos, creo que me miraba un poco en menos. No lo culpo por eso, la última vez que nos vimos yo no era más que un muchacho, un aprendiz de hombre (como ahora, pero sin barba). No pude ir a visitar a aquellos que lo querían (a aquellos que quise un día), no sé por qué. Pasé en un taxi por afuera de la casa en la que solía vivir cuando aún era costumbre suya hacerlo, y pensé en decir 'Déjeme en la esquina, señor. Iré a visitar al padrastro muerto de un viejo amigo', pero las palabras se me coagularon en la boca, o tal vez las dejé salir y el hombre al volante no escuchó, sea como sea no fui, y como mañana dejo esta ciudad, ya no hay forma de agradecerle por todo ese tiempo que perdió aconsejando a un poeta (que yermo trabajo el suyo). Tal vez por eso escribo ahora, un poco por hacer que valgan la pena unos minutos que ya están quién sabe dónde, un poco para no perder también el tiempo, y para no quedarme rumiando la soledad que me envuelve a estas horas de la noche.


San Antonio, febrero 2012.