viernes, 15 de marzo de 2013

Banquete



A Francisco I


Sobre la mesa, entre la alcuza y el vino,
hay una bandeja en que algo palpita
-un animal que desconozco atado por ligeras lienzas-.
Tras mirarlo con detención comprendo que las cuerditas
bien podrían ser mis propios tendones:
Prueba de éste razonamiento es que al tratar 
de tomar un salero de la mesa, 
están flojos los dedos como pelusa a barlovento.

Una niña sentada frente a mi escribe algo en una servilleta.
Lleva toda la noche en ello sin detenerse,
seguro es una epopeya escrita en caracteres microscópicos
en que una nación completa muere quemada a lo bonzo.
Su cabeza se agita en leves espasmos-como-zumbidos-casi.
Y es que en la habitación hay algo magnético que mueve a las cosas
y al resto de los comensales.
Mientras yo me siento como un bicho de aluminio
con el que no pueden jugar los imanes.

El salero que antes traté de alzar se desliza por el mantel,
gira varias veces antes de detenerse un segundo en el borde
y dar paso a la caída libre.
Sobre la mesa quedan dibujados algunos símbolos de sal,
mándalas, un cuello, cuatro puntos que distan de ser suspensivos
y aún más de ser finales o seguidos.
Tras un rato de silencio comprendo
que el suelo nunca puso play al ruido-de-un-salero-que-cae,
y me da miedo asomarme bajo el mantel 
a mirar el lugar que el salero ocupa en el aire,
pues quizá qué cosas suceden bajo nuestros ojos
si son éstas las que ocurren en el horizonte.