lunes, 10 de noviembre de 2014

La bolsa se hunde en la taza como un cadáver aromático, y como un humo (como una sangre brotando) el té comienza a extenderse en el agua. Por unos minutos, Antonio deja que los taninos hagan su labor alquímica, y observa con curiosidad el cambio de tonalidad del té cuando deja caer la rebanada de limón hasta el fondo de la taza. El enorme tomo de Hobsbawm reposa sobre la mesa, a la espera de una lectura que Antonio disfrutaría hacer pacíficamente, sin la presión de la tesina en la espalda. Ya es el cuarto año de esta rutina que siempre acaba en una lectura intermitente y una calificación suficiente, con la sonrisa del profesor Maturana recibiendo los folios mientras dice algo como ‘no esperaba otra cosa de usted’, que al final es lo mismo que decir nada. Hoy está solo en casa, y piensa que hubiera sido entretenido que Julio o Puga se hubiesen quedado, en lugar de hacer el rutinario viaje a casa de sus padres, a esas casas en que los reciben con comida de verdad y camas de verdad, en vez de sopas instantáneas y colchones en el piso, a esas casas en que posponen la libertad por una sensación que hermana el amor filial y el tedio, a esa casa de su madre a la que él también viajaría si no quedara tan endemoniadamente lejos. Al final se resigna y empieza a leer el libro sentado de piernas cruzadas como un monje budista, y sus ojos pasan despacio por la posesión británica de la india, por el oximorónico nacimiento del comunismo en el seno de la burguesía europea, y por la insurrección de los Taiping en China, las letras se difuminan a medida que avanza la colonización de Norteamérica y sucede la matanza que pone fin a la Comuna de París, y a ratos se decide a tipear una que otra frase en el archivo tesinasdf.doc con la vista seminublada por el cansancio. En el momento en que el consumo de té per cápita en Inglaterra asciende de casi medio kilo a dos kilos y medio en sólo treinta años, Antonio nota que no se especifica si este consumo es anual o diario, y se entrega a la hipótesis de que los ingleses de mediados del siglo XIX tomaran tazas enormes de té todas las tardes, unas tazas pesadísimas, que las ancianas con peluca no podrían levantar ni en grupo, o los imagina cocinando con té, o dándose duchas de té, y ríe atolondradamente con esta idea hasta dormirse. Cuando amanece, Antonio se halla a sí mismo durmiendo en la alfombra, con la luz encendida y una taza de té helado derramado en el suelo, una taza a la que no le dio más de un sorbo y que ahora forma un pequeño riachuelo hasta las más de mil páginas de la Tetralogía de Eric Hobsbawm, flamante adquisición de la biblioteca de estudios históricos de la Universidad de Camemoro, convertidas ahora en un ladrillo blando y amarillento lleno de palabras.
    Ahora viene la etapa que conocemos como pánico del estudiante. Este estado anímico puede producirse por varios factores que van desde el no encontrar la sala el primer día de clases, que desemboca en el pánico en su grado más bajo, hasta el despertar una hora después de la defensa de la tesis, llevando el pánico a su grado máximo. Antonio está en un sector indefinido del pánico, se ha convertido en un punto que conejea por todos los rincones del pánico, Antonio es el pánico mientras deambula por todas las habitaciones en busca de un secador de pelo o un puñado de sal gruesa, hasta que se decide a dejar el libro secando al sol mientras encuentra algo más que hacer.
Buscando en internet descubre dos cosas: una, que el precio del libro es inabordable, y dos, que queda un solo ejemplar en todo Camemoro. Es entonces cuando comienza a tantear la idea del robo. Ariadna es una pequeña librería en el extrarradio de la ciudad, atendida por un anciano que alguna vez fue poeta oficial, de esos de boina y vino de honor, y por su nieto, un informático alejado de cualquier tipo de poesía, quien se encargó de hacer el catálogo en línea de toda la tienda. Ahí, en algún lugar, debía estar la mentada Tetralogía. Antonio se imaginó despiadado, entrando a la tienda como un cliente más, acercándose sigilosamente a la caja, blandiendo una navaja en el cuello del anciano, amenazando al asustado nieto, saliendo raudo con el libro en el morral, y algo de dinero, quién sabe. Podía ser una buena idea, nadie tendría que salir herido si cooperasen. El nieto tendría que ser un imbécil para abalanzarse sobre él, es tan fácil cortar un cuello, y tan difícil sacar la sangre de los libros. De pronto, Antonio se fija en los arreboles que manchan las paredes del living, y se da cuenta de que se ha pasado la tarde entera pensando tonterías, que el libro ya ha de estar seco, benditos sean el sol y el viento.
    Antonio abre la puerta de la cocina, y el libro está tal como lo dejó, abierto sobre un banco en mitad del patio. La luz del crepúsculo le da a la escena un aura como de película grabada en ocho milímetros, de celuloide a punto de quemarse, y podemos ver a Antonio acercarse al libro y tomarlo como en cámara lenta. Entonces levanta la Tetralogía a la altura de su cabeza y la examina detalladamente, la cubierta está bien, podría limpiarla si se lo propusiera, y el lomo está prácticamente intacto, sin embargo, cuando trata de despegar las páginas, piensa que será mejor encargar el libro por internet, o pagarlo en la universidad con el dinero tiene en el morral, pues la sangre ya está seca y así es aún más difícil sacarla de los libros.



Matías Muñoz Carreño
Santiago de Chile, 2014

jueves, 10 de abril de 2014

Los buenos versos



I
El poema ya estaba terminado cuando comencé a escribirlo.


II
A mí me tocó agregarle ripios, cacofonías, lugares comunes.

III
Tuve que ocultarle el centro y los buenos versos
mediante un efectivo sistema de erratas y omisiones.

IV
Lo releí tachando cualquier vestigio de frase acertada.

V
Se lo mostré a amigos que lo vitorearon por lástima.

VI
Compré tinta, hojas de roneo, lo imprimí en reiteradas ocasiones.

VII
Hice mala fama entre los poetas de mi generación,
a quienes no había leído por pereza y olvido.

VIII
Pagué mi aparición en varias antologías
con el dinero que mi padre me enviaba para el arriendo.

IX
Para poder comer publiqué críticas infames en periódicos infames.

X
Tras descubrir la pétrea mecánica de las postulaciones,
obtuve dos años seguidos el fondo del libro.

XI
Fui jurado en un festival de poesía infantil,
en una provincia alejada de toda posibilidad cartográfica.

XII
El primer premio lo obtuvo un mal plagio
de un poeta sueco de los setenta.

XIII
Llegando a casa soñé con aquel niño tres noches seguidas.

XIV
La primera vez lo vi reescribiendo el poema premiado
con una gubia en mi escritorio de caoba.

XV
La segunda vez lo vi vomitar un pez vivo a los pies de mi cama.

XVI
La última vez lo vi clavado por el cuello a la pared,
cubierto de moscas, eructando mi nombre.

XVII
La mañana que siguió al tercer sueño recibí una llamada telefónica
en que un viejo poeta argentino me acusaba de plagio.

XVIII
Pensé en matarlo con alevosía en una plaza pública.

XIX
Su silencio costó una suma obscena
que pagué por miedo al ridículo.

XX
Releo el poema y no encuentro el clivaje,
releo ahora mismo y no encuentro los buenos versos.



Tejas verdes, 2013

miércoles, 2 de abril de 2014

Silencio

Cuando Asesino entró a la cantina, Pianista detuvo sus dedos un segundo en el aire, cerró los ojos, y tanteó la habitación con el oído: tal como esperaba, el fuego y la sangre aún hacían rumor en el infame. Continuó tecleando el ragtime cual si nada hubiese pasado, ni una mueca en el rostro, ni una variación en la ejecución, sus manos arácnidas continuaban percutiendo en medio del humo, mientras que Asesino tomaba asiento y daba el primer sorbo a su ginebra con tónica. Al fin terminarían los años de espera, de masticar la pena, de afinar el oído –la única manera de encontrarlo, se había dicho entonces–, los años de ensayar aquella obra que por fin hoy presentaría, y ante todo, los años en que lo único que hizo fue recordar (y recordar era volver a desatar el alambre, una y otra vez, de las manos humeantes de su esposa). Al finalizar el último compás del ragtime, Pianista empezó de inmediato una melodía lenta y disonante, con una progresión de acordes azarosa y convulsa, que dejaba en los escuchas el regusto de haber oído algo de esto antes (pero nadie había oído algo de esto antes). Las cabezas giraron entonces hacia el piano, del que brotaba esta música que generaba pánico y maravilla, como un hierro al rojo o un choque eléctrico. En eso, el vaso de Asesino cayó al suelo, y en su rostro comenzó a dibujarse un rasguño horizontal que le cruzó de lado a lado la mejilla izquierda. El pánico lo invadió de golpe, mas la huida fue coartada con un breve arpegio que le quebró las piernas (aquí soltó un gemido que añadió una séptima al acorde que sonaba). No hubo borracho del que no escapara la crápula cuando una línea cromática de bajos imprimió diversos moretones en el cuerpo de Asesino, y las bandejas de las meseras cayeron en tropel al suelo cuando el monstruo empezó a retorcerse al tiempo que los acordes pasaban de mezzo a forte. Cuando los charcos de vómito de la audiencia hedían tanto o más que la sangre desparramada por la habitación, Pianista alzó su mano y la dejó caer con satisfacción sobre el último acorde. La masa violácea que yacía frente a la barra soltó un crujido y un último borbotón de sangre, que precedió al más absoluto silencio.


*Este texto corresponde a la reescritura en clave narrativa de un viejo poema. Un par de amigos poetas me lo propusieron tras leerlo en aquellos años, y acá está el resultado del ejercicio.


Valparaíso, 2010
Tejas verdes, 2013