martes, 31 de diciembre de 2013

Jaurías



Digamos que todo comienza 
con la mordida de un gato enrarecido.
Digamos que en Rapel, que en Lo Abarca.

Digamos que la primera es una anciana
que empieza a comerse los conejos crudos
en la soledad de su cocina.

Digamos que los vecinos se alarman
cuando le arranca una oreja
al cura del pueblo.

Digamos que el hecho se hace noticia,
y que como tal, la gente lo olvida luego.

Digamos que nadie une los puntos
cuando el cura vomita en la plaza
la sangre de un hombre.

Digamos que para entonces
la anciana es objeto de estudio
en un oscuro hospital de provincia.

Digamos que las enfermeras que la atienden
sufren varios rasguños superficiales.

Digamos que una de ellas viaja a Santiago.

Digamos que todo pasa en el metro,
y en plena hora punta.

Digamos que se expande como éter derramado.

Digamos que no hay cadena nacional
ni plan de contingencia.

Digamos que en pocas horas se instala
una democracia espesa y grana en las avenidas.

Digamos que hay quien vio al presidente
masticándole la cara a un ministro.

Digamos que hay quien vio a un hijo
hacer lo mismo con su madre.

Digamos que algunos grupos pequeños
consiguen sobrevivir y esconderse
en subterráneos y entretechos.

Digamos que una semana después
el olor a carne descompuesta
vuelve irrespirable el aire.

Digamos que las jaurías humanas
dejan rastros de espuma en el asfalto.

Digamos que mientras deambulan
las moscas se detienen en sus pupilas
y en sus lenguas sanguinolentas.

Digamos que esta mañana
una de esas moscas consiguió entrar 
al entretecho que comparto con otros cuatro.

Digamos que escribo mientras puedo.
Digamos que no han cambiado mucho las cosas.




El Quisco, diciembre 2013.